Por Mariano Roveta
El 2019 lo arranqué y terminé presenciando dos festivales que reunían una gran parte de la escena musical actual argentina. Rápidamente me di cuenta cómo el público, mayormente conformado por millennials y centennials, cambió la forma de ver y percibir a les performers. Recuerdo a Marilina Bertoldi cerrando un festival como headliner: desde la platea se percibía fervor, pero también silencio y una mirada constante al celular. En ese preciso instante vi cómo empezaban a cambiar las estructuras pasadas en el rock. Quise intentar entender el fenómeno y llegué a una conclusión muy simplificada:artista ya no es más sinónimo de divinidad.
Durante la segunda mitad del siglo XX y los primeros años del siglo XXI, los conciertos tomaron una masividad que se agigantó con el correr del tiempo. Los focos estaban direccionados intensamente sobre quién se iba a ver. Esto cambió. A partir del advenimiento de las redes sociales, contamos con un espacio propio de expresión y, en general, nos sentimos un poco más importantes. Puede que esto explique el cambio en nuestra relación con les artistas, ¿más “sana”, tal vez? Definitivamente trae aparejado un aspecto negativo: la dificultad de distinguir momentos de quiebre. En el cibermundo el tiempo y el espacio se vuelven un continuo que se funde con el exterior. Lo que entra y lo que sale de las pantallas, lo que pertenece al mundo real y al virtual, todo eso se desdibuja.
La virtualidad en su apogeo
La pandemia llegó de la mano con el streaming como formato principal a la hora de escuchar música “en vivo”. Como no es lo mismo presenciar un show que verlo desde tu sofá, con una amiga decidimos juntarnos para ver a Fito Páez quien, en esta ocasión, presentaba su disco con todo el armado de un show “real”.
El sonido estaba, los músicos estaban, el escenario estaba y, fundamentalmente, la compañía estaba. Hasta las luces apagadas del departamento estaban, como las luces apagadas de un teatro o estadio. ¿Diferencias? Estar sentados cómodamente y no rodeados de gente, tener una copa de vino en mano y no escuchar aplausos después de cada canción. Confort e intimidad garantizadas. Comprendí que el streaming probablemente sea un formato que llegó para quedarse: se conjuga perfectamente con la cápsula en la que vivimos. Desde ahí el supuesto blanco o negro de las cosas se ve muy claro y nítido y, a pesar de que sabemos que el mundo no es así, de alguna u otra manera, terminamos cayendo en la trampa.
¿Cuál es la trampa?
En los conciertos siempre se esconde un placer en el movimiento corporal de toda una masa tirando para el mismo lado, una especie de “swing” difícil de explicar con palabras. Al ser parte del público tenemos la posibilidad de ver el mundo en colores y con matices, de entender que la pantalla no lo contiene todo y de vivenciar cómo en la diversidad siempre estamos más cerca de una verdad.
La virtualidad, el “estar y no estar”, otorga libertades e infinidad de recursos para musicar, sí. Pero… ¿podrá el confort minimizar la necesidad de una energía grupal vibrando? Ojalá a futuro sepamos usar estas herramientas como complemento de lo que tiene que ser irremplazable: la unión y la conexión de seres expresándose, ya sea en un espacio grande o pequeño, ya sea por placer, para gritar, para denunciar o sencillamente, para esquivar la soledad.
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Buenos Aires, Argentina.